MISERIA SOBRE LIENZO

 

Relato biográfico sobre la pintora Lita Cabellut. 

Premio Accésit Catedrático Emilio Ortega en el VI PREMIO LITERARIO «PAQUITA MELLADO- NIÑA CHICA, CON NOMBRE DE MUJER» convocado por el Área de Bienestar Social del Ayuntamiento de Rincón de la Victoria y la Asociación Cultural de Mujeres Estrella del Alba.

 
 
 

Para narrar esta historia que corre por mis venas tendría que hablar en caló.

La intensa convivencia entre gitanos y payos en España dio lugar al surgimiento de este enigmático idioma, del que hay pocos documentos escritos porque el pueblo gitano siempre ha sufrido elevadas tasas de analfabetismo.

Mi abuela Rosa se encargó de trasmitirme porciones mágicas del caló en cada una de sus charlas o en las canciones que cantábamos juntas frente a la hoguera al caer la noche

Nací como una flor sobre la arena del desierto en Sariñena, un pequeño pueblo de la comarca de Los Monegros (Huesca).

Mi padre desapareció el día de mi concepción junto al vapor de agua y Francisca, mi pobre madre, me enseñó a ahorrar en lágrimas ante la creciente sequía que asolaba nuestra tierra. 

Cuando tenía seis años, preparamos un hatillo para huir a Barcelona. En esta tierra baldía resultaba ilusorio regar cualquier flor con elixir de futuro…

Doña Francisca se vio obligada a compaginar su trabajo como sirvienta en viviendas de alta alcurnia con el de prostituta en burdeles decadentes para sacar a su pequeña flor de la penumbra.

Pero su ausencia perpetua para conquistar un pedazo de paz con el que alimentar mi boca hambrienta fue el estreno inconsciente de mi emancipación siendo todavía una chiquilla.

Mi abuelita Rosa intentó hacerse cargo de mí, pero me había convertido en una superviviente que ya había probado el sabor dulce de caminar con absoluta libertad sobre la superficie terrestre.

Mi escuela fueron las calles de Barcelona. Para buscarme la vida deambulaba incansable por las Ramblas haciendo pequeños recados a las prostitutas que me entregaban unas cuantas monedas para que les comprara cigarrillos o preservativos y yo les cobraba intereses quedándome con el cambio.

Frecuentaba también otros lugares atestados por turistas como el mercado de la Boquería, el Port Vell y la Plaza Real, en la que al anochecer recogía todas las monedas que los turistas habían arrojado a la fuente mientras cerraban los ojos y pedían un deseo.

Mi única aspiración era comer cada día y acurrucarme cada noche como un pequeño ovillo sobre la acera. Mi cuerpo temblaba de frío y de espanto. Cerraba entonces los ojos y lanzaba una moneda al aire soñando con alcanzar el amanecer con un soplo de vida.

Mi despertador eran los rayos de sol acariciando mi rostro y el murmullo de las escobas de los barrenderos. Inspiraba con serenidad una generosa dosis de oxígeno y me aseaba en la fuente para ofrecer la mejor apariencia posible a mis convecinos/as de asfalto.

Algunos rateros profesionales me transmitieron lecciones para apropiarme de lo ajeno sin levantar sospechas.

Con rapidez y eficacia conseguí afianzarme algunas carteras bien colmadas, un par de relojes de calidad y una alianza de oro con tres diamantes incrustados a modo de estrellas.

En un par de horas dedicadas al hurto era capaz de conseguir mi sustento semanal pero el peso que cargaba sobre mi frágil conciencia comenzaba a resultar insostenible.

Compartía todas mis ganancias con otros/as desheredados/as de la calle que no contaban con tanta fortuna ni atrevimiento.

Una tarde, me liberé del orgullo de la independencia para merendar con mi abuelita que tosía con fuerza cada vez que se echaba a reír y su cuerpo menudo comenzaba a difuminarse como un matojo de aire.

Vacié el contenido de mis bolsillos en el recibidor de aquel club de alterne en el que malvivía mi abuela en una de sus habitaciones. Mi inesperada presencia despertó en ella una enorme sonrisa que susurraba en caló tras unos labios curtidos:

—Chavorí de mis duquelas, aluné apareces y me haces llegar esta enorme cantidad de parné que me ayuda a jalar y a privar sin contemplaciones hasta llegar a fin de mes. Eres una bendición del cielo y espero que puedas najarte de esa ciudad monstruosa para que, en poco tiempo, estos sacáis contemplen tu hermoso rostro de mujer lachó y currante frente a la adversidad.

Mi madre había desaparecido porque (según me confesó mi abuelita) había encontrado el amor verdadero en uno de sus clientes. Doña Rosa estaba muy débil y comencé a visitarla cada tarde para empaparme con su ternura y sumergir las raíces de mi herencia gitana en la profundidad de su caló.

Una vagabunda entrada en años comenzó a leerme los cuentos que escribía en un pequeño cuaderno. Eran reseñas honestas sobre lo que presenciaba cada día en estas calles. Después me pedía que escribiera junto a ella nuevas historias. Pero yo era analfabeta y solo fui capaz de ilustrarlas con dibujos infantiles. Armada de paciencia, intentó enseñarme a leer y a escribir con un sencillo manual que había pedido prestado en la biblioteca. Sus esfuerzos fueron lamentablemente inútiles porque era incapaz de entender la correspondencia entre las letras y sus sonidos.

Cuando crecí, los médicos etiquetaron como dislexia esta frustrante incapacidad que convertía en símbolos indescifrables todos los carteles con los que me cruzaba. Cuando el cielo se pintaba de betún, leer y escribir correctamente se convirtieron (junto a calmar el hambre y la sed) en mis nuevos deseos mientras arrojaba una moneda a esa fuente.

Aquella mañana me despertó la delicada voz de una mujer (que pertenecía a los Servicios Sociales) a la que acompañaban una pareja de policías municipales.

Frente al abandono y la miseria que intentaba ocultar en mi ovillo de carne, me trasladaron de inmediato a un triste orfanato en las afueras de la ciudad.

Allí pude entablar lazos de amistad con otros menores desahuciados de esta realidad injusta que cercenaba nuestras gargantas con sus garras despiadadas. Todos conteníamos la respiración y ofrecíamos nuestro rostro más bondadoso al recibir la visita de alguna familia acaudalada dispuesta a protegernos del desamparo y conceder sus majestuosos apellidos a unas biografías famélicas.

Doña Paquita entró en aquella sala acristalada y se dirigió hacia mi posición con decisión.

Acariciando mis cabellos, me reveló (con un tono hipnótico) que llevaban un tiempo buscándome porque yo había trabajado como ayudante en la peluquería que había montado una de sus hijas.

Gracias a mi habitual desparpajo, fui capaz de conseguir un empleo en que había una cola de aspirantes. Había improvisado con descaro una dilatada experiencia en el sector mientras abrasaba la piel de las clientas con cera ardiente o chamuscaba sus cabellos inocentes bajo el aparato de la permanente.

Apareció entonces mi auténtica familia arrojando sobre mi cabeza su inmenso barril de agua fresca. Aquel día quedó marcado en mi calendario como el primer día de mi vida porque en mi interior brotaron de nuevo todas las hojas que creía putrefactas.

Aprendí a usar los cubiertos para comer, a utilizar un vocabulario más apropiado y a prescindir de las palabras malsonantes. No tenía que robar para conseguir un plato de comida ni utilizar tantas estrategias de supervivencia que me había enseñado la calle.

Comencé a acudir a la escuela con normalidad. Vencí con valentía mi analfabetismo y mi frustraste dislexia. En poco tiempo conseguí ponerme a la altura de mis compañeros/as en lectoescritura, aprendí las tablas de multiplicar y comencé a despertar mi curiosidad por el cosmos de la cultura.

 ¡Qué orgullosa se hubiera sentido la abuelita Rosa con mis progresos en el aula!

Pero fue aquella tarde de noviembre fue la que provocó un giro de 180 grados en mi pequeño mundo. Tenía 13 años y mis padres me llevaron al Museo del Prado. Era la primera vez que visitaba un museo y todavía no sabía que en su interior se enterrarían para siempre algunos pedazos de mi alma.

La obra de Velázquez me golpeó con violencia en el corazón por su maestría y magnitud. Rubens me invitó con sensibilidad a sumergirme en los ritmos de sus composiciones y en la psicología de los personajes de sus inmensos cuadros.

Y Goya consiguió estremecerme porque había logrado plasmar los delirios de la calle en sus lienzos. En mi nueva posición social, su obra me sacudió con una bofetada de realidad certera.

Taquicardia, sudor frío y carne de gallina. Al salir por la puerta de Velázquez comencé a gritar (ante la estupefacción de mis padres): —«Quiero pintar. He nacido para esto y, a pesar de saber leer y escribir correctamente, la pintura es el único lenguaje en el que me siento capaz de volcar todos los sentimientos e impresiones que albergan mis entrañas».

En el garaje de mi casa montamos mi primer estudio de pintura. Allí pasaba la mayor parte del día y me abstraía por completo del tiempo y del espacio.

Debía comprometerme a terminar las tareas de la escuela para que me dejaran bajar al garaje para continuar pintando. Y lo cumplía con obediencia porque cada pincelada era un soplo de oxígeno para mis pulmones. El óleo era mi tinta y tenía muchas historias que plasmar sobre esos lienzos.

Mi primer cuadro fue una copia de un cuadro de Goya, un pintor que en la actualidad ya no me inspira en absoluto.

Con 16 años organicé mi primera exposición en el Ayuntamiento de Masnou. Con 19 años sentí que el universo artístico en España se me quedaba pequeño y me mudé con mis padres a Amsterdam para ingresar con una beca en la prestigiosa Gerrit Rietveld Academy. Allí la luz era diferente y pude empaparme con la técnica de los grandes maestros.

Mi nombre es Lita Cabellut y soy una pintora reconocida a nivel mundial. Quizá ustedes no hayan oído hablar de mí porque soy una mujer gitana en un complicado oficio como el de la pintura en que solo suelen destacar los hombres.

En este mundo en ruinas que habitamos necesitamos ejemplos de personas que hayan logrado sacar su cabeza del pozo más profundo. Seres humanos que fabriquen ilusión y decoren el pequeño rincón que les corresponda en el planeta. Si mi arte consigue inspirar y dar aliento, me sentiré plena y dichosa.

Como gitana, no podía faltar en mi obra mi particular homenaje a mi pueblo maltratado. En mis cuadros quisiera liberar a mi pueblo de tantos prejuicios y estereotipos negativos. Somos un pueblo lleno de magia y las penas las cantamos con alegrías.

Mientras pintaba un retrato de Camarón (mi gran maestro e inspiración) sonó el teléfono para comunicarme que (coincidiendo con el Día Internacional del Pueblo Gitano) me habían concedido el Premio de Artes Plásticas del Instituto de Cultura Gitana. Este ha sido, sin duda, el premio más importante de mi carrera artística.

Mis craquelados, mis pinceladas neuróticas intentan plasmar la violencia que sufren las mujeres, la sordidez o la crueldad en la que suelen vivir tantos desheredados que las corrientes artísticas dominantes se han encargado de esconder dentro de sus falsos conceptos de belleza.

Empatizo con mis raíces regadas con hermosas palabras en caló. Soy una superviviente que no ha perdido ni un gramo de la curiosidad o de la incertidumbre que poseía cuando comencé a pintar siendo una niña.

En mis pigmentos se mezclan con naturalidad la tragedia y la comedia, la oscuridad y la luz, el glamour y la miseria…

Tengo muchas historias que contar y estoy dispuesta a manchar con mi sangre todos mis cuadros tan cotizados en la actualidad.

 

 

Pintura de Cherra Ortega