PIEDRAS EN LOS BOLSILLOS

 

PREMIO DEL PÚBLICO EN LAS JORNADAS DE SOS RACISMO 2013

 

—Esto es la única herencia que podré legar a mi hija —dije una vez, señalando el olivo solitario situado junto a la ventana. Mi muñeca de trapo parecía mirar hacia la dirección contraria. El gran muro de piedra que nos aísla, que nos condena a una cuarentena eterna en esta tierra de difuntos que es todo nuestro universo. Cuando esté terminado dicen que  medirá 700 kilómetros de largo. ¿Cómo serán las máquinas que construyen el miedo y la vergüenza? ¿Pueden medirse  las vidas humanas?

Mi única hija será esta muñeca. No albergo la esperanza de vivir muchos años. No tengo ambiciones. No me marco metas. Mi nombre es Abir Aramin y hoy es mi cumpleaños. Cargo una década a mis espaldas y esta vieja mochila rumbo a la escuela.

Alambradas de espino, zanjas, zonas de arena fina para detectar huellas, torres de vigilancia, caminos asfaltados a cada lado para permitir patrullar a los tanques. Debo caminar con cuidado, parecen no advertir mi diminuta presencia.

Soy la mayor de cinco hermanos. Recuerdo un breve periodo en el que era hija única. Mi padre cada noche me contaba cuentos. Relatos de  su juventud en los que aparecían héroes con los bolsillos cargados de piedras.

Su único medio de transporte es un burro cansado. Pronto entendí que éramos pobres y la presencia tan cercana de aquellos tanques era el anuncio de un mal presagio.

Hago una parada en el trayecto. Limpio con un pañuelo mis únicos zapatos manchados de barro. Me aprietan al caminar. Estoy creciendo y ya soy toda una mujer. Al menos eso dice mi madre. Tal vez sea ese el motivo por el que cada vez puedo ir menos a la escuela. Tengo que ayudar a mi familia en las labores del campo.

Ayer no tuve tiempo de estudiar para el examen de inglés. Haré lo que pueda. Me siento indispuesta. Músculos tensos, temblores involuntarios. Paladar reseco. El pánico aquí es una enfermedad sin cura. Se cuela como polvo ocre en los ojos y nos hace destilar lágrimas que riegan los sembrados.

Me cruzo con Ragda, mi compañera de pupitre. Suelta la mano de su madre. No existe la certeza de un hasta luego en una despedida.

Reímos y cuchicheamos al llegar al aula hasta que se impone el silencio absoluto de la maestra. Allahu Akbaru, Allahu Akba.  Tras la oración agarro la pluma, ordeño la tinta y copio el texto de la pizarra en la cuartilla. El maldito examen.

Una detonación. La pluma se desliza entre mis dedos quedando envuelta en un velo de humo. Fragmentos del cristal  de la ventana se dispersan por el suelo. El instante se convierte en la imagen infinita de un caleidoscopio. El perfil de Ragda se desploma sobre la mesa. Un charco de sangre que crece como un arroyo en el deshielo. Un alma que se licúa. Ahora Ragda es un manojo del viento.

—Vuela lejos, amiga. Cuéntame cómo es el mundo  tras la barrera. Intenta averiguar por qué nos sepultan entre estas paredes monstruosas-.

Y tomo entre mis manos su examen. Para que no se manche más. Para que sea legible y pueda corregirlo la maestra. Mi compañera ha conseguido traducir el texto completo. Su  última nota en esta melodía macabra.

Varios hombres recogen su cuerpo. Lo exhiben en lo alto con gritos de dolor por las calles. No se han percatado de que Ragda se ha marchado. Lo que sujetan es sólo su envoltorio. Un saco roto por una bala perdida.

Seguro que ha sido ella la que ha abierto un agujero en el muro y llena de arena blanca un cubo amarillo. En la otra dimensión aparece una playa con palmeras. Algún día cruzaré el  cruel muro y jugaremos juntas.

He comenzado a morderme las uñas.

Nos han mandado a casa. Van llegando cada vez más tanques. Sobrevuelan helicópteros. Se ha decretado el estado de emergencia. Suele ocurrir a menudo. Se arrancan olivos. La población es obligada a abandonar sus moradas. Detienen a los que se resisten. Esposan a niños que tiran piedras.

Los vecinos de este pequeño pueblo tienen la convicción de que a su regreso, sus viviendas serán un amasijo de escombros. 

«Cuando marchamos al exilio, cargamos con nuestra tierra. Vivir en nuestro pueblo es el destierro. El futuro no será mejor que el presente. En Palestina, los únicos que no lloran son los muertos». La maestra Adila siempre terminaba sus clases con esta triste proclama. Me senté sobre las ruinas. ¿Dónde están los que antes os habitaban? Entre estas paredes soñaron y trazaron los planes del mañana.

Hoy es mi cumpleaños y mi casa, por fortuna, sigue en pie. También mi olivo. Mi padre lo plantó el día que nací. Aquí quiero que me entierren. Y quiero brotar como una flor que insulte a la barbarie. Cuando toque, cuando llegue el momento. No sé si tengo prisa.

Estamos  huérfanos. Mi olivo y yo. Dos metros de alto, robusto, tronco retorcido. Grabo mi nombre en su corteza grisácea. ABIR ARAMIN. 10 AÑOS. Este es mi regalo. Estoy viva.

Observo con detenimiento la fotografía de boda de mis padres que preside el salón: Ibrahim y Karima. Sonríen pensando que el porvenir será grato. Mamá está especialmente hermosa con ese vestido. Las arrugas le han vencido la batalla. Cinco hijos que mantener. Durezas en las manos. Su marido en la cárcel.

Recuerdo aquella noche de verano en que se escucharon fuertes golpes en la puerta. Eran los soldados. Mi madre se levantó y abrió la puerta para no despertar a los pequeños. Todos estábamos alerta. Con los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada. Otra vez el miedo.

—Buscamos a tu marido. Tiene que acompañarnos —gritó uno de los soldados.

—¿Qué queréis de él? ¿Qué es lo que ha hecho? No tenéis derecho a llevároslo. Su trabajo en el campo es el único sustento de la familia-musitó mi madre con una tempestad en la garganta.

Se lo llevaron y durante varios meses no tuvimos información de su paradero. Mamá averiguó más tarde que estaba en prisión. Acusado de pertenecer a una organización clandestina. Ibrahim. Mi pobre padre. Dos años de cárcel por trabajar incansable arando la tierra. Por lanzar piedras a los tanques cuando todavía era un niño.

Fueron unos años muy duros. No teníamos ahorros y mamá no siempre podía marchase para ir a trabajar: todavía éramos muy pequeños. Los vecinos acudieron en nuestra ayuda.  Empecé a faltar a la escuela para traer dinero a casa.

Un día papá volvió pero ya no era el mismo. Pasaba muchas horas sentado, taciturno, y reflexionaba sobre la vida, sobre el porvenir de sus hijos, de su país. A fuerza de palos, le habían sacudido la esperanza.

Le veo aparecer a lo lejos, montado en su burrito. Viene solo ¿Dónde estarán los demás?

Nuestro pequeño pueblo ha quedado dividido en dos. Despedazado, desintegrado, seccionado. Papá ha conseguido un permiso temporal para franquear el muro. Agachar la cabeza y someterse. Si quieres rebasar esta frontera debes estar dispuesto a soportar una sesión de humillación. Ibrahim tenía que recorrer diez kilómetros en lugar de los quinientos metros que separaban nuestra casa de la casa de mis tíos. El lugar que sirvió de cobijo a mi madre y hermanos.

–Los burros deben pasar por la otra puerta —indicaban socarrones, señalando al otro extremo del muro. Los soldados detestan nuestra mirada.

Con la cabeza inclinada. Papá hoy me parece más pequeño.

Amarra los estribos, suelta la carga.

–Abir, debes seguir yendo a la escuela. Serás alguien importante. Mañana estaremos todos juntos y celebraremos tu cumpleaños. Ya lo verás. Volveré a cruzar. No tengo nada que perder. Además he conseguido un permiso. Confía en mí pequeña- susurra acariciando mi cabeza.

Le creí. Y todos me han abandonado. Papá no ha regresado.

Continúo mordisqueando mis uñas. Imagino tres actos, tres escenas que pueden estar sucediendo en este instante.

Acto primero

—Señor, no puede pasar. Su permiso ha caducado. Tenía exactamente veinticuatro horas para recoger sus cosas y trasladarse con su familia a Zeita- grita el soldado interponiéndose en el camino de Ibrahim.

—Pero mi hija se ha quedado sola. Allí tenemos nuestras tierras. Nuestro alimento. Le prometí que regresaría —indicó mi padre sollozando.

—Esto tenía que haberlo planificado antes. Márchese por favor. Ibrahim no contesta. Ha perdido sus últimas energías y tiene cuatro pequeñas bocas que alimentar. Montado sobre el borrico desaparece entre la tormenta de arena que se desata con ímpetu.

Acto segundo

Ibrahim se niega a sufrir más desprecio. Sitúa su rostro muy cerca del arma del soldado.

—Dispárame. Hazlo ya. Pero no dejes de mirarme a los ojos, asesino. Nos lo habéis quitado todo. Habéis conseguido arrancarme el alma pero también me ha desaparecido el mie… —. Se desploma sin terminar la frase.

—MIEDOOOOO —grito escuchando el eco que me devuelve el muro.

Acto final

Mi familia se ha escondido para darme una fiesta sorpresa. Mañana les contaré lo que ha ocurrido en la escuela. No quiero estropear los buenos momentos.

Iré a dar una vuelta para contárselo a mis amigas.

En la calle encuentro una multitud enfurecida que grita lemas contra la ampliación del muro, contra el uso de la violencia por parte del aquellos soldados. Piden la retirada de los tanques. Poder volver a sus casas, desterrar sus pesadillas.

El muro está lleno de pintadas. A muchos palestinos no les gustan. Dicen que esta atrocidad decorada hace que parezca un museo. Mi favorita es la niña que vuela con los globos atados del brazo. Es mi última imagen. Escucho gritos cerca. Cierro los ojos.

Espío a Ragda desde arriba. Sigue jugando en la playa. Los globos me conducen al cielo. Veo a mi familia en el patio de mis tíos. Les saludo con la mano.

Ese olivo lo plantó mi padre el día  que nací. Hoy ha sido arrasado por un tanque.

 

DISCURSO PREMIO DEL PÚBLICO EN LAS JORNADAS DE SOS RACISMO. 22 DE MARZO DE 2013 EN LA CASA ENCENDIDA

Esta es la historia de Abir Aramin, una niña palestina que murió en uno de los tiroteos perpetrados por soldados israelíes. 

Este premio es un homenaje a todos los niños que han tenido la desdicha de nacer de la semilla del terror, que han corrido con piedras delante de los tanques. Que han visto a su pueblo menguar y han sabido entender antes de tiempo que la muerte no sólo acecha a los ancianos. Es un alegato a un pueblo masacrado. Un grito de dolor hacia una sociedad que sufre una crisis de conciencia.

Pero no hay en el mundo muros tan altos que puedan aislar nuestros sueños ni eliminar nuestras esperanzas de seguir luchando.

 

Muchas gracias a todos por vuestra presencia.

 

Virginia Mas