SONRÍE AL OBJETIVO

—¿Visión borrosa, dolor de cabeza o sensación de mareo? ¿Percibe usted los objetos distorsionados? —me preguntó el oftalmólogo mientras rellenaba el informe previo al examen ocular que se disponía a realizarme.

No supe contestar adecuadamente.

—Siempre he percibido la realidad de la misma manera. No puedo especificarle si los elementos que observo alrededor, están deformados o no. Usted y yo jamás veremos la misma pantalla de la vida. Poco importa que use las inevitables lentes que me recomendará tras la prueba. Padezco astigmatismo, eso lo sé. Me he informado previamente. Pero el problema es de otra índole…Poco importa la forma indiscutible que tengan objetos.

El doctor permaneció unos segundos en silencio. Mirándome fijamente a los ojos contestó pausado:

—No creo que yo pueda ayudarla entonces. Disculpe, pero tengo a otros pacientes que atender…

Me invitó amablemente a abandonar la consulta acompañándome a la puerta.

Y fue esa misma tarde, al salir de la consulta, comprendí que lo que realmente necesitaba para contemplar la realidad de otra manera era una cámara de fotos. Esa tarde, en la que todavía ignoraba que su objetivo sustituiría a mis ojos por completo.

Jamás me había interesado la fotografía, pero esa cámara fue una ganga. La encontré en un anuncio de segunda mano:

«Se vende cámara analógica CANON EOS 1000 FN con objetivo original 35⸺80 mm. En perfecto estado, con las instrucciones. Regalo batería nueva, sin sacar aún del blíster y bolsa porta cámara. Para aficionados a la fotografía que quieran que la foto sea obra del fotógrafo y no de la cámara. Precio 80 euros».

No sabía lo que era un blíster y era de las que opinaba que la fotografía era un arte sobrevalorado, pero mi impulsividad incontrolable me hizo marcar aquel número. Contestó al teléfono una chica con extraño acento. Parecía nerviosa. Pretendía quedar esa misma tarde. No pude disimular mi interés, soy fácil de persuadir.

Estaba completamente dispuesta a comprarla. Quedamos en un café cercano a mi casa. La chica, que llegó quince minutos tarde de la hora prevista, insistió en que la probara antes de ejecutar la transacción: el zoom, el brillo, la luz…Me sentí avergonzada. No tenía ni idea de cómo funcionaba aquel artilugio pese a haberme presentado como fotógrafa profesional. Suelo hacerlo. Inventarme otras vidas para despertar el interés del receptor. En realidad, no me importaba que pudiera tener algún defecto. Quería salir de allí con esa cámara colgada del cuello, comprar un carrete y comenzar a disparar  los rincones escondidos de la ciudad, los instantes memorables, los relámpagos de magia que a menudo pasaban desapercibidos a simple vista.

La camarera trajo dos cafés. Era una mujer alta que caminaba encorvada arrastrando los pies como si transitara por una llanura de fango. Su voz lastimera era la cadencia de una existencia miserable.

—¿Tiene carrete? —pregunté de repente, mientras la chica continuaba absorta en un monólogo tedioso plagado de tecnicismos.

—Pues casualmente sí, ayer mismo lo puse y he debido hacer un par de fotos. Tíralas cuando lo reveles… ¿Tienes el dinero? Debo irme ya, tengo mucha prisa… —indicó, recogiendo con los dedos el azúcar derramado sobre la mesa.

—Aquí lo tienes. Cuéntalo si quieres…Está justo —susurré con timidez. Deseaba que se marchara de una vez y me dejara a solas con mi cámara.

—Una última advertencia: úsala con moderación. Esta cámara tiene cualidades sorprendentes, quizá demasiado impactantes. Y es necesario estar preparada —expuso misteriosa, levantándose y dejando el café a medias.

—¿A qué te refieres…? —pregunté inocente.

—Lo descubrirás enseguida… Te aseguro que has hecho una buena compra. ¡Disfrútala! —y se escurrió como una lagartija hacia la calle. Huyendo, con el dinero caliente en el bolsillo del abrigo. Agradecida de haber encontrado una compradora ilusa para este dispositivo maldito.

La colgué de mi cuello. Es lo que suele hacerse. Lo he visto a los turistas en el metro.

Mientras intentaba poner la cámara en funcionamiento y realizaba mis primeros ensayos, aquel mecanismo se disparó de forma accidental apuntando hacia la mesa.

Me fascinaba el efecto sorpresa, la imposibilidad de admirar el resultado hasta haber agotado aquel carrete.

La camarera se aproximó a mi posición, sorteando a la multitud que abarrotaba la cafetería, para recoger nuestra mesa. Disimuladamente, le tomé mi primera instantánea. Esta vez ajustando el zoom. Atrapando la luz adecuada de aquella tarde de otoño que se filtraba por el sucio cristal de la ventana. Cuando me asomé a través del objetivo pude ver mucho más: esa cámara indiscreta me desveló algunos detalles de su biografía imperceptibles incluso para sus allegados.

Aquella mujer fue bailarina en su juventud y un trágico accidente le deformó el rostro, le curvó la columna y le ensombreció el alma. Trabajó en el circo. Danzando incansable sobre el trapecio. En una de sus actuaciones, se precipitó al vacío en pleno espectáculo. Y quedó deshecha, inmóvil en medio de la pista mientras el público contenía la respiración. Se levantó dolorida y dedicó una reverencia a las gradas. Después llegaron las tinieblas.

Postrada en una fría cama de hospital desde la que podía ver las luces del circo al caer la noche. No llegó a recuperarse por completo. Y repetía esa caída en cada uno de sus sueños. Y sólo allí, en los segundos previos al ocaso, se aferraba con firmeza a la cuerda del trapecio.

Sumida en sus pensamientos, no se percató de la fotografía. Canturreaba para ignorar los gritos de un tipo calvo y grosero que lanzaba improperios desde la barra. Era el encargado. Uno de esos personajes detestables que disfrutan tratando con desprecio a sus empleados.

También merecía un retrato. Brindarle la posibilidad de salir de su cuerpo y así analizar con esmero sus toscos modales y esos espumarajos de rabia contenida.

Clic. Esta vez el flash me acusa inoportuno. Pero nadie se sorprende. Todo aquello que no se fotografía no merece la pena ser observado.

Descubrí entonces que su mujer, anoche había preparado las maletas y se había marchado con un senegalés veinte años más joven. Quería sentirse especial, dejar de ser la compañera invisible de un tipo adicto al trabajo. Que llegaba tarde a casa cada noche, cargado de alcohol y con ganas de bronca. Ella fingía estar dormida pero en realidad sentía que estaba muerta.

—¡Vaya!, este aparato inocente tiene una cualidad bastante interesante… —susurré para mis adentros.

Esta cámara parece ofrecerme la posibilidad de bucear por la cara oscura de la existencia. La que todos intentamos ocultar pero escapa, sin remedio, por nuestros fluidos, por las partículas invisibles de cada parpadeo. Esa cara oscura que es una parte indivisible de nuestra esencia. Pagué la cuenta y me marché estremecida, aunque eufórica, con mi nueva adquisición.

Una vez en la calle, eran demasiados los estímulos. Cada retrato me sumergía en un pasado guardado bajo llave.

Fotografío a un mendigo que se dispone a preparar su lecho en un soportal. Está de espaldas, cargado con una mochila de montaña en la que caben todas sus pertenencias. Él no es consciente, pero desde esta perspectiva puedo hacer una radiografía de su alma. Es nuevo en la calle, es evidente, y todavía anda buscando su espacio en esta gran ciudad. Lo desahuciaron de su piso por impago. Su familia todavía no está informada de su desesperada situación. Insisten en celebrar una comida en casa de sus padres para festejar su ascenso en la empresa. Hasta hace un año fue el jefe provincial de una prestigiosa multinacional farmacéutica. Un tipo sin escrúpulos. Precursor de los chantajes, disfrazados de regalos y viajes exóticos, a médicos que olvidaban su ética profesional y se dejaban seducir por los milagros de una nueva pastilla. Los mismos componentes, distinto envoltorio. Tranquilizantes, sedantes, narcóticos, lenitivos, drogas legales,…con el fin de adormecer a una población que tenía miedo pero no las fuerzas suficientes para afrontarlo de cara. El miedo terminaba por asentarse en esos organismos indefensos y finalizaba su proceso de colonización, clavando su bandera en el cerebro.

Cuando la empresa se declaró insolvente, fue el primero en salir por la puerta. Demasiada antigüedad, demasiados quinquenios y pagas extras para un tipo sin formación y sin idiomas.

A través de la lente, puedo entender su vergüenza. Y no me refiero a su vida actual como mendigo en prácticas sino el remordimiento de su miserable labor como comerciante de la salud. «Si pagas, dejarás de sufrir esos terribles dolores». Los mismos que ahora atormentan sus huesos tras una noche helada sobre un colchón de cemento.

Me aparto, como hacen todos, y siento la conciencia tranquila.

—Te acabo de hacer una foto que pasará a la historia. Y quizá cuando te veas, con tu mochila a la espalda, te sientas más libre. Será un disparo de luz que ilumine tu caverna de inmoralidad.

Por la calzada circula un automóvil de coleccionista. De esos que cuesta una fortuna mantener por lo que es preciso exhibirlos. No es el coche que utilizas para viajar, ni para hacer la compra los fines de semana. Es solo un vehículo de escaparate, descapotable aunque llueva, impoluto y reluciente. Debes conducirlo despacio para atraer las miradas de unos peatones impresionados por su innegable elegancia y majestuosidad. Imaginan, ilusos, que serían más dichosos si pudieran observar el entorno desde esos asientos tapizados de cuero.

Preparo la cámara. Los ocupantes de aquel singular automóvil se sentirán los protagonistas de la escena. Y para mí no lo son. En principio, no me interesan los objetos, pero ese coche me aporta algunos datos interesantes.

Perteneció a un duque arruinado que sólo conservaba un rancio título nobiliario y unas tierras yermas en el sur. Se bebió toda la herencia de su estirpe en bares de mala muerte y era frecuente encontrarlo dormido en la habitación de un prostíbulo. El duque, reconoció en vida a varios hijos bastardos. Se hizo cargo de su manutención y de sus estudios con la condición de no ver jamás sus rostros. Un contrato tácito para evitar que aparecieran golpeando la puerta de su casa en busca de respuestas.

Ese automóvil fue su última venta. El último cartucho de su legado. Lo puso en venta poco antes de morir de una cirrosis plagada de delirios. Los compradores fueron esta  pareja de actores bohemios que se conocieron en la Escuela de Cine. Configuraron, en poco tiempo, una familia ideal. Chalet con garaje, piscina y pista de pádel. Engendraron tres hijos a los que visten igual. Tres hijos a los que nunca ven, porque de su educación y sus cuidados ya se encarga una dominicana.

Él pasa el brazo por encima de su mujer mientras que con el otro dirige con soltura el volante. Ella saluda a los que la reconocen. Parecen radiantes. Pero nada es tan perfecto como aparenta.

La cámara me delata que ambos son hermanos de padre, los hijos bastardos de aquel duque en ruinas. Y morirán sin saberlo jamás.

Con esta cámara es imposible el hastío. Me muero de curiosidad, lo reconozco, y no paro de disparar a todos los seres vivos que encuentro por la calle.

—¿Y esa cámara...?, ¿de dónde la has sacado? —pregunta una voz grave a mi espalda. El que habla es mi hermano. No esperaba encontrármelo por aquí. A estas horas debería estar trabajando en su gris despacho de contabilidad. Es el miembro más responsable de la familia. El mejor de su clase, el que marcaba más goles en su equipo de fútbol. Solía salir con chicas espectaculares a las que rompía el corazón derrochando indiferencia. Conociendo de antemano que regresarían a sus brazos con una simple llamada.

—Pero bueno, ¡qué sorpresa encontrarte por aquí! —exclamo mientras abrazo a mi hermano con efusividad—. Esta cámara es mi último arrebato. Con tanto tiempo libre, no estoy dispuesta a apolillarme en el sofá. La compré de segunda mano y he descubierto una pasión oculta. Sonríe al objetivo. Di: PA-TA-TA.

—Te daré el perfil bueno ¡Sácame guapo, hermanita! —imploró, colocándose el flequillo.

—Será complicado sacarte de otra forma y lo sabes —contesté entre risas.

—Con que tu pasión oculta ¡eh!, no dejas de sorprenderme con tus rarezas…

Y hablando de pasiones, de regiones inexploradas de nuestro fuero particular…: «Querido hermano: hay sentimientos que es necesario compartir. Al menos conmigo. Lo puedo ver, ahora más claro que nunca. Nunca te han gustado las mujeres. Pero te has condenado a interpretar el papel de galán de una película antigua. Tan duro, tan varonil…Una auténtica lástima, hermanito. Nunca serás feliz».

Nos despedimos y pude leer la tristeza de sus ojos. Un brillo de abatimiento que, hasta este momento, no había sido capaz de detectar.

Esta cámara comienza a asustarme. No me considero una ingenua, pero resulta  aterrador revelar lo que se esconde detrás de papel de seda de nuestra piel. La realidad tiene un arcón cerrado y esta cámara parece conocer su clave de seguridad.

Es adictivo y lamentable. La diplomacia se inventó para algo… También los silencios. El mundo se me antoja como un lugar extraño. De nada sirven los mapas que llevo años dibujando. O esa inteligencia emocional que creí haber cultivado con esmero.

Quiero saber más y no me importan las consecuencias…

Precipito una cita accidentada con mi último idilio. No es algo serio en absoluto, pero en ciertos momentos, no puedo evitar hacerme ilusiones. Pensar en el futuro, imaginar que es, quizá, mi última posibilidad para no convertirme en una cuarentona triste que se maquilla en exceso para ocultar las huellas de la soledad.

Quedo con él en un restaurante italiano. Llego tarde. Últimamente, se me echa el tiempo encima despejando la x en incógnitas ajenas. Es entretenido descubrir que los individuos que te rodean están cubiertos por un cristal a punto de romperse. Y a través de ese cristal, tejen incansables los hilos de la mentira. Es realmente interesante, sobre todo cuando no conlleva ninguna implicación emocional.

—Disculpa mi tardanza, se me pasó la hora ¿llevas mucho esperando? —pregunté inocente, escondiendo el artefacto delator.

—No, cielo. Acabo de llegar y he pedido un par de copas de vino. Pareces nerviosa, ¿te encuentras bien? —preguntó, acariciando mi mano.

—Estoy genial. ¡Tenía tantas ganas de verte! Tengo algo que enseñarte —anuncié misteriosa, sacando la cámara del bolso.

—Una cámara de fotos, imaginaba otra sorpresa…Es algo antigua, ¿no te parece?

—¿No es lo que esperabas?… Lo siento de veras. Efectivamente, sigo sin conseguir un empleo. Pero al menos he encontrado una afición para llenar los tiempos muertos —manifesté, intentando camuflar la desilusión que me agarraba por el cuello.

—Me tienes a mí. Estoy aquí para lo que necesites y creo que tengo la fórmula para llenar ese tiempo melancólico que tanto te angustia —musitó, retirándome el cabello de la cara.

—Vamos a pedirle al camarero que nos saque una foto. ¡Estás radiante, querida!

El camarero, que parecía incómodo con la petición, hizo alarde de una falsa gentileza.

—Sonrían, échense un poco hacia la izquierda… Así, ¡perfecto!

Una sombra de cólera me cubrió el rostro. Esta era la primera vez que yo no me encontraba detrás del objetivo. Detestaba profundamente ser retratada. Y mucho más, por parte de esta cámara fisgona. Me enervaba no contar con un veredicto inmediato y esperar hasta mañana para revelar un carrete al que tan sólo le quedaban un par de fotos.

Precipité la despedida aludiendo una de mis frecuentes jaquecas.

—Lo siento, pero esta noche prefiero dormir sola…

Una vez en mi cuarto, creí sentirme presa de un ataque de ansiedad. Taquicardias, presión en el pecho, dificultad para respirar… Abrí la ventana de mi cuarto. La lluvia persistía incesante y reflejaba, en cada gota, un nuevo secreto inescrutable. Puse un vinilo para relajarme y abrí una cerveza. Suele funcionarme en estos casos.

Quedan tan solo dos fotos. Solo dos. Un hecho absurdo que se convierte en un drama.

Observo a mi gata que duerme plácidamente sobre la alfombra. Muchas tardes me gustaría ser ella, olvidarme de los desvelos que provocan las facturas, de las páginas de empleo del periódico, de maquillarme las heridas…y salir a ver la luna desde los tejados, buscar entre las basuras, desatarme las cuerdas de la rutina… Esta noche resplandece una inmensa luna dorada que me plantea la duda constante de haber dejado las luces encendidas. La gata o la luna. Esa es la duda.

La gata es ametrallada con mi penúltima instantánea. La luna puede esperar a otro momento, aunque sospecho que no volverá a lucir de esta manera.

Ahora me toca a mí. Es el momento. Sentada en la cama. Desmaquillada y en pijama. Volteo la cámara y preparo un autorretrato sincero. Sin poses, sin perfiles favorecedores.

Soy incapaz de conciliar el sueño. Me pregunto si estas fotografías, una vez reveladas, seguirán conservando su influjo. Descorrer las cortinas del alma…

¿A qué hora abrirán la tienda de fotos? Tendré que hacerme con un lote casero de revelado ¿Cuanto me costará? ¿Podrán percibir todos lo que yo veo? ¿Se arrepentirá aquella chica de la apresurada venta?

Entre latas de cerveza y vinilos crepitantes, pasó la confusión eterna de la noche y surgió, como el sol, la hora de la verdad.

En la tienda de fotografía acaban de abrir y soy la primera clienta. Intento disimular mi nerviosismo ojeando un catálogo de fotografías de boda que reposa sobre el mostrador.

Felicidad condensada en pequeños instantes de posados artificiales.  En fin, patético…

Me dicen que tengo que esperar tres cuartos de hora para recogerlas. No quiero parecer una perturbada por lo que salgo a la calle para no estallar en un arrebato de furia. Tres cuartos de hora, ¿pero en qué siglo estamos?

Los primeros quince minutos rodeé la manzana imaginando los entresijos que ocultaban estas calles. Los dobles sentidos en las conversaciones, las señas ocultas del póker.

El siguiente cuarto de hora permanecí sentada en un banco soleado. Quizá era el momento de huir, de salir corriendo, abandonar esas fotos y no enfrentarme a la evidencia.

Con la cámara hueca colgada en el cuello, los últimos quince minutos tuve la tentación de estrellarla contra el suelo y acabar, de una vez por todas con este delirio.

—Aquí tiene sus fotografías señorita. ¡Qué tenga un buen día! —me desea una dependienta que no tiene más que piel sobre los huesos.

Regreso al banco con el sobre entre mis temblorosas manos.

En la primera fotografía, aparece la imagen de una chica sonriente sentada en una escalera. La misma chica que se precipita por la escalera… Una película muda en stop-motion con un desenlace fatal. Un charco de sangre alrededor de su cabello. Una imagen hermosa. Si una vez más, despegamos la estética de la ética. Algo que para otros parece tan sencillo…

Es la chica que me vendió la cámara.

Está muerta, ya no hace fotos. Ya no sonríe. Ya no hace nada. Está muerta.

En otra de las fotos, mi gata me desvela que desea ser libre, saltar por los tejados pero espera a hacerlo cuando mi ánimo no sea el de una suicida cobarde. Cuando no me sienta sola y no tenga la responsabilidad de velar por mí.

Paso de retrato. Mi amor eventual tiene que dejar de serlo. No volveré a llamarlo. He vislumbrado su altanería, sus grandes dotes de caballero con espada sin punta. He podido observar el arte de lastimar con las palabras cuando has perdido el escudo y estás a punto de caerte del caballo. Y me he hallado rota, echa un ovillo, sobre la cama. Perdonando los deslices y renunciando a mi esencia.

Advierto como la mesa del bar en el que empezó todo esto ha sido testigo de un asesinato por encargo, de un adiós sin posibilidad de réplica, de una carta anunciando el fin de algo y, por tanto, el comienzo de otra cosa.

Y finalmente me miro al espejo: una mujer en pijama. Que pese a disponer de pocos recursos, está cubierta por un halo de dicha. Sólo necesita un nuevo espacio en el que moverse y una vieja cámara de fotos colgada del cuello.

Tiro las fotos a una papelera. Todas excepto la mía. No quiero olvidar este autorretrato. Deseo mirarme al espejo con honestidad para poder gritarme: «¿Quién soy realmente?, ¿A dónde pretendo llegar?».

Solo tengo claro que deseo seguir bajando los peldaños de esta escalera sin caer al vacío. Caminaré despacio, me agarraré muy fuerte a la barandilla. Es maravilloso contar con esta bofetada de humildad en un retrato. Prometo no volver a disparar a rostros conocidos. Son las reglas de este extraño juego llamado existencia. Es desleal y demasiado doloroso. Dejaré de hacerlo.

Pero no voy a evitar contemplar el mundo desde este objetivo sin filtros. Las fotos son pedazos inanimados de memoria. Tengo un nuevo carrete.

Y cuando la memoria desaparece es el momento de reinventar tu propia historia.