LA SOLEDAD EN LOS ESPEJOS

Detesto los espejos porque multiplican el número de humanos.

Recuerdo aquella casa, el espejo de madera tallada, el escritorio, el armario de tres puertas. El martilleo en la cabeza, la sensación de paz…

Fue en febrero, puede que a finales. El frío escarchaba las ventanas. La lectura de cuentos y las cazuelas de arroz con pollo calmaban la piel de gallina, los sabañones, los pies amoratados.

Éramos muchos, demasiados. No recuerdo cuando dejé de estar solo.

Una mañana buscando a mi vieja tortuga por el jardín encontré a una joven encaramada a un árbol.

—Disculpé señorita ¿busca algo? —pregunté tranquilo.

—Nunca voy a encontrarlo, ¡qué más da! —susurró la muchacha.

—Tenga cuidado, una caída desde esa altura podía ser peligrosa —advertí.

—Hace tiempo que ya no tengo miedo. No tengo ningún motivo para estar aquí encaramada, pero pensándolo bien, tampoco para bajar.

—Pero es usted muy joven, señorita. En esta vida hay que ser valiente, es necesario decidir. Constantemente estamos decidiendo. Somos nuestros síes y nuestros noes. Cada acto, cada palabra nos va definiendo para siempre. Y no, lo siento, no se puede retroceder jamás. Cada acto es único e irrepetible.

—No quiero decidir nada —gritó la muchacha enfurecida.

—¡Pero ya estás decidiendo! —elevé la voz de manera burlesca.

La chica abrazó el tronco del árbol y suspiró profundamente. Era un enorme baobab de gigantescas raíces que surgían imponentes resquebrajando la tierra de aquel país remoto.

Abracé a Casiopea, acariciando su duro caparazón. Adoraba el sonido hueco de sus pasos leves.

Preparé la cena para dos personas. Solo tenía un plato, un triste tenedor, un turbio vaso y una jodida cuchara de postre. Nunca había conocido a un hombre tan solo como yo.

Un hombre viejo con una vieja tortuga. Y un árbol centenario. Y millones de libros carcomidos por el uso. Y una pequeña radio que le unía como un cordón umbilical al mundo real. Litros de güisqui

—¡Pequeña, ya está la cena! —anuncié por la ventana—. Espero que te guste el arroz con pollo…

Ella no estaba.

Quizá hubiera pensado que era peligroso. Quizá hubiera volado buscando otras alturas, quizá… Se había esfumado.

Observó detenidamente la corteza dura del viejo baobab. Acarició su áspera piel. El árbol segregaba densas lágrimas de resina. Allí estaba ella. Su pequeña silueta abrazada se había fundido con la rugosidad de la madera. Sus brazos erguidos nacían como dos ramas con brotes verdes en su extremo. Sus delgadas piernas de hundían bajo la tierra en ese extraño sistema de ramificaciones que se perdía más allá del muro de cemento.

El muro que separaba su vida de la vida. No tenía conciencia de haberlo cruzado jamás.

—Ya no estoy solo —murmuré en voz baja. Cené escuchando jazz en mi emisora nocturna favorita.

La calima soplaba con fuerza. Iba acompañada de un polvo rojizo que maquillaba las paredes, los cabellos. El calor desdibujaba los rostros y provocaba alucinaciones.

Por eso, cuando escuchó una nítida voz masculina en el salón pensó que había dejado la radio encendida.

Son las seis de la mañana y mis párpados destilan luz de amanecer. Cojo la petaca de cristal y bebo a lentos sorbos mi líquido prohibido.

Vomitaba cada mañana. Como un hecho natural, sin tragedia ni esfuerzo. Se inclinaba en un barreño de metal y vaciaba suciamente sus entrañas.

—¿Está usted bien? —escuchó a su espalda—. Estamos preocupados. ¿Le preparo un té? Sería bueno que se acostara un rato.

 Un hombre de mediana edad con gabardina color crema, sombrero gris y aspecto de gánster de cine negro se asomaba al umbral de la puerta. Sujetaba firmemente una correa de cuero en cuyo extremo salivaba un pastor alemán.

—No se preocupe, me ocurre cada día —le indiqué aliviado.

—Ya no queda nada, ¿sabe? —musitó—. NADA…nada…NADA.

Fingí no haberle escuchado.

—Acérquele a su perro un poco de agua fresca, está exhausto. Han debido caminar mucho hasta llegar hasta aquí. ¿Se puede saber cómo…?

No tenía sentido preguntar. Realmente no me interesaba lo más mínimo. Salí al jardín. Día plomizo. Polvo rojo que envenena los cultivos, que cercena los sentidos. Los animales aullaban doloridos.

El árbol no estaba. En su lugar un abismo, un inmenso agujero.

Surcos donde antes había raíces, charcos de resina fosilizados donde se acumulaba la tristeza de un árbol desolado.

—He arrancado el árbol —anunció de repente el tipo de la gabardina—. Sus raíces como cadenas destruían todo a su paso. Sus hortalizas se salvarán sin este árbol parásito. Su pozo volverá a emanar agua. Los trozos de madera están en el cobertizo. No me dé las gracias. Ha sido un placer poder ayudar a un viejo chiflado. Una última buena acción te salva de todo lo cometido anteriormente. Lo que cuenta al final es arrepentirse- asintió tranquilo.

Y agarró su revolver firmemente cosiendo a balazos a su perro. La última bala la introdujo estratégicamente en su sien. Brota la sangre, el color irreal de la sangre que se confunde con la roja mañana. La sangre perversa formando dibujos abstractos en el papel de la pared.

Fueron décimas de segundo. Se desplomó.

Dibujé su silueta en el suelo. También la de su perro.

Me miré al espejo, mi barba ya tocaba el suelo.

—Debería afeitarme un día de estos, por las visitas.

Un par de sorbos más tarde corrí al cobertizo. Allí estaba ella con sus ramas aún verdes, estirándose hacia el cielo. Cogí entre mis brazos un gran trozo de madera.

Lo pulió, lo cortó, lo barnizó. No comió, no durmió hasta que estuvo terminado…Un flamante escritorio con su silueta plasmada. Una silueta reposada, complaciente.

«Una muchacha indecisa» —pensé.

El gángster y su perro, como era de esperar, no se habían movido de los límites que marcaba la tiza. Pero, espera…se habían mimetizado con el suelo de adobe de la choza.

En esta casa se convirtió en un hábito la lectura cuentos cando el sol caía. El infierno concedía una tregua nocturna. El viento soplaba levemente. Cuando el último rayo de sol se marchaba de la estancia buscaba entre los montones de libros y polvo y elegía cuidadosamente un relato.

—«Queridos amigos» —comenzaba siempre— hoy 5 de agosto tengo el privilegio de deleitaros con la historia de…”

La siguiente en llegar a la casa fue una madre desesperada. Sus hijos habían desparecido. Cruzó a la carrera el jardín. Buscó bajo la cama, en el desván, en los cajones de la cocina, en las cañerías.

Volví a intuir mi imagen en el espejo. Mi mirada iba ganado brillo. Era esa mirada acuosa de las personas viejas y, a pesar de restregarme intensamente con la pastilla de jabón, mi piel, mis venas marcadas desprendían olor a rancio, a carcoma, a descomposición, a viejo taciturno.

La mujer gritaba enloquecida e iba envejeciendo a cada instante. No más que todos, o quizás sí.

Era una mujer de mediana edad que yo recuerde.

Su cara ahora era un mapa geográfico a relieve donde las rocas eran desgastadas por la erosión. Las cárcavas, las acanaladuras de sus pómulos. Los sinclinales y anticlinales de su frente. Sus ojos eran dos cuencas hundidas por el peso de la existencia.

Al mirarla recordé que me gustaba viajar, que hubiera cogido un hatillo con tres libros no importantes, aunque imprescindibles y hubiera recorrido esos desiertos, esos fangos arcillosos. Que hubiera oteado desde sus cimas como se ve el dolor desde una madre.

La mujer comenzó a escarbar en el enorme hueco del jardín. Sus uñas llenas de tierra arañaban las paredes. Avanzaba en rápidos movimientos, casi robóticos. La tierra se elevaba y volvía a caer mecánicamente. La mujer se iba haciendo más y más pequeña.

—Un enorme hormiguero—murmuré—. Le da algo de gracia al camposanto al que llamo jardín.

Y así, la angustiada madre desapareció bajo las flores.

El sol, hoy avanzaba más deprisa y tuvo que hacer uso de su bastón para llegar a tiempo al relato. Otro brazo de su árbol caído. Se sentó cuidadosamente soplando el polvo de las tapas de cuero. Sorbió el veneno de su cáliz.

Era un libro pesado. El relato de esta noche era de sus favoritos.

«Queridos amigos, hoy 10 de agosto tengo el privilegio de deleitaros con la historia de dos hermanos gemelos…».

Atravesaron caminando durante días los campos de mijo y mandioca. De la mano. En la oscura noche de betún. La luna vertía un haz de luz que iluminaba el muro de cemento.

—Tenemos que saltar al otro lado —pensaron a la vez. Tras varios intentos fallidos aterrizaron en un jardín sin flores.

Eran los últimos…ya no quedaba NADIE MÁS. Todo el mundo intentó escapar como pudo.

Un anciano menudo de largas barbas blancas abrazaba a una tortuga y los miraba ¿perplejo? Los miraba. Dos niños de la mano, indescriptiblemente idénticos.

—Buscáis a vuestra madre, ¿cierto? —. Asentían absortos.

—Está aquí, justo aquí —susurró, golpeando con el bastón la tierra muerta.

Cuatro ojos silenciosos lo observaban, surcaban riachuelos. Cuatro manos aferradas a un banco de piedra.

—Supongo que tendréis hambre muchachos.

El anciano silbó hacia la cocina. Aderezó el pollo con especias, puso el agua a hervir para el arroz. Lo prefería un poco caldoso.

—El fuego, chicos, debe estar a medio gas. Se sofríe la cebolla…

Fue explicando esa receta familiar de las grandes ocasiones con la paciencia con que un maestro enseña a amar el arte.

—Debe servirse caliente acompañado de frijoles negros. Con un buen vino para aclarar el gaznate y de postre un dulce de pistachos con té amargo.

—Espero que hayáis atendido, muchachos. La hospitalidad define la calidad de los hombres. En una visita importante no escatiméis. Sacad vuestras mejores galas, sacrificad el pollo más sano. Pasad horas sentados en el huerto observando la cebolla más jugosa. Hay que filtrar el agua, encerar las maderas, lustrar los cobres. Cada pequeño detalle debe ser cuidado. Así NUNCA se irán.

El banco de piedra había adquirido una caracterización humana. Dos cuerpos graníticos con sus fisuras y las manos entrelazadas. Como un trampantojo en la blanca roca. Dos niños, los últimos niños. Ya no quedaba nadie.

Habían llegado desde muy lejos, caminando sobre los campos de cereal.

Todos los hombres habían desaparecido. El invierno ya era algo más que una amenaza.

Antes de cenar comenzó a leer su relato entusiasmado: «Queridos amigos, hoy 11 de agosto tengo el privilegio de deleitaros con la historia de un anciano que no recordaba haber nacido…».

No recordaba cuando comenzó a ser viejo, a sudar olor a leche agria.

Recordaba que adoraba viajar y llevar tres libros de único equipaje.

No recordaba si llegó antes él o la tortuga.

Recordaba que sus mejores momentos fueron con un libro entre las manos.

No recordaba el nombre de ninguno de sus amigos.

Recordaba que hace tiempo las personas eran objetos y ahora los objetos eran personas.

No recordaba que con el fío, las cortinas se adherían al cristal y se rompían en pedazos.

Recordaba como dormir eternamente…

Se va desplazando por la casa, silbando El lago de los cisnes. Va danzando, se desliza por la alfombra a ritmo de vals, veloz… Con un tubo de gas entre las manos. Va tapando cuidadosamente las puestas y ventanas con toallas. Su reloj de bolsillo anunciaba la hora del relato.

«Hoy, 12 de agosto, en el periódico local se publica la siguiente noticia: Viejo ermitaño muere en su casa tras una explosión de gas. La vivienda era una casa colonial a las afueras de la ciudad. La policía científica investiga sobre las causas del siniestro Se pierden cuadros y obras de arte de gran valor. Se encuentra entre los restos un espejo tallado con la silueta de un hombre de espaldas con una tortuga entre las manos. Intentan identificar su fecha de elaboración».

Ni una palabra sobre el anciano.

Cerrando cuidadosamente las tapas, suspiró:

—No queda nada.

Estaba helando fuera. Estaba solo dentro. Bueno, estaba Casiopea. Respira tranquilo. No hace tanto frío al otro lado del espejo.