IV EDICIÓN DE LOS PREMIOS BONOBO DE RELATO ERÓTICO 2020

 

UN, DOS, TRES, EL ESCONDITE DEL PLACER...

Introduzco con dificultad la llave en la cerradura y tropiezo como cada tarde con el felpudo de la entrada: «Sola y borracha quiero llegar a casa».

Me derrumbo agotada sobre el sofá y enciendo la radio: «Yo pondría como asignatura obligatoria, en vez de feminismo, costura (...) Empodera mucho coser un botón».

Esta lección gratuita de sabiduría me la está proporcionando una mujer. Dejo escapar un bufido de rabia: —Prefiero pensar que hablas desde la ignorancia más profunda porque te cosería esa boca putrefacta sin dudarlo. Mi empoderamiento no necesita tus agujas y botones. He perdido el miedo y me he convertido en la mujer de mi vida sin temor alguno a las tormentas porque he aprendido a manejar mi propio barco.

Me voy desnudando plácidamente mientras una brisa heladora atraviesa la estancia. Arrastro mi cuerpo para cerrar la ventana del cuarto y contemplo en la calle la silueta de una caminante solitaria que podría ser yo misma. Siguen cayendo las hojas de los árboles dorados sobre el asfalto.

En la ducha, regulo el agua para entrar en calor. Tengo piloerección —más conocida como piel de gallina— y los pezones endurecidos.

Me escurro entre el vapor y permito que un buen chorro de agua caliente penetre en cada pliegue de mi cuerpo. Canturreo una absurda canción que está de moda y comienzo a formar espuma con el champú masajeando mi cráneo hasta entrar en un estado absoluto de relajación. Acaricio mi cuerpo suavemente. Deslizo la palma de la mano por mis pechos firmes que se erizan como muestra de agradecimiento. Los dedos recorren mi anatomía con curiosidad y delicadeza como diez intrépidos viajeros. El vientre desierto, los valles de la escápula, las montañas de los hombros… Este es mi cálido refugio frente a la vorágine de las rutinas que me asfixian. Como diría mi admirada Woolf, he conseguido encontrar —conociendo mi propio cuerpo— «una habitación propia».

Cuando era una niña, recuerdo a mis compañeros del colegio asustados ante la posibilidad de quedarse ciegos si se masturbaban. Nosotras carecíamos de ese miedo porque era un tema del que no se nos hablaba. Se había asumido que las chicas jamás exploraríamos nuestros puntos de placer y nuestra vagina solo era mencionada cuando llegaba la «charla» sobre la menstruación.

La educación afectivo-sexual, esa inmensa laguna en la que nos hundíamos fue colmada con una pornografía basada en el placer del hombre y en la normalización del sometimiento y la violencia.

Entre amigas repartíamos las etiquetas correspondientes a los roles que se habían establecido para las mujeres: ¿frígida o zorra?, ¿puta o santa?

Conservaba la imperiosa necesidad de reconocerme en el sexo. Siempre volcaba mis energías en satisfacer las necesidades de mi acompañante. Tenía la sensación de construir paredes desnudas sobre la cama porque conseguir el éxito era alcanzar el orgasmo. No comprendía de qué se trataba y me limitaba a fingirlo tal y como había visto en las películas. Había perdido la honestidad y la capacidad de redirigir el placer sobre mi propio cuerpo.

Después de compartir con naturalidad estas experiencias, las mujeres comenzamos a evitar la ocultación y el silencio que rodeaba a la masturbación femenina. Para nosotras había sido hasta ahora un misterio insondable, una caja cerrada en la que tienes que meter la mano con el lógico temor de no saber lo que vas a encontrarte.

Comenzamos a comprarnos y regalarnos juguetes sexuales. En nuestras agendas feministas habíamos recuperado el placer y el sexo como un elemento fundamental, antes apartado por cuestiones de máxima urgencia como el maltrato o la muerte.

Una noche, después de un encuentro sexual intrascendente, me tumbé sobre la cama. Estaba cansada y me sentía súbitamente cómoda. Existe una sensualidad especial en una cama no compartida. Comencé a sacar mis juguetes de sus envoltorios estudiando su libro de instrucciones. No necesitaba ningún «consolador» con forma de pene sino artilugios que me llevaran al éxtasis. Quería convertirme en deseante sin importarme demasiado ser deseada.

En primer lugar, me despojé del vestido, me liberé de la opresión del sujetador y con los dedos del pie lancé mi tanga sobre la alfombra. Me sentía a gusto con mi cuerpo y quería manifestarlo con entusiasmo.

El sexo oral me había proporcionado emociones más intensas que la penetración por lo que albergaba expectativas en aquel simulador compuesto de una pequeña rueda con gran cantidad de lenguas dispuestas a girar a gran velocidad para proporcionarme un cunnilingus infinito

Palpé mi vulva, aproximé el juguete al interior de mis labios inferiores y me dejé arrastrar por aquel torbellino de satisfacción. Respiré hondo y me preparé un café para recuperar la energía.

En el sexo no es necesario crear un estándar, lo importante es disfrutar de tu cuerpo sola o en compañía. Es lo que me empodera, queridas. No coser un botón sino conocer todos los puntos de placer de mi organismo. La música también era capaz de generarme erotismo y lágrimas de júbilo. Sentarme frente a una comida deliciosa y mantener conversaciones de las que alimentan el alma también estimulaban los múltiples «puntos g» de mis circuitos neuronales.

En esta vida acelerada de extrañas rutinas, encontrar el placer era una obligación: aspirar el olor de la tierra mojada tras un atardecer lluvioso, estornudar después de un terrible picor de nariz, encontrar un objeto valioso (un auténtico tesoro) tirado en la basura, masajearme los pies con un aceite esencial después de un día duro, que la persona que me escribe faltas no tenga faltas de ortografía, encontrar dinero en una chaqueta colgada en el armario, levantarme temprano, sin despertador y plena de energía…

La búsqueda del placer como un «egoísmo positivo». Me convertiré en una persona relajada y feliz y será mucho más agradable tenerme cerca.

En esta sociedad las mujeres hemos abandonado el papel secundario que teníamos tan interiorizado. Levantamos la voz contra la legitimación de la violencia cultural en la que la mujer necesita protección constante y por tanto vigilancia y castigo. Camino por la calle rodeada de escaparates y paneles publicitarios que odian a las mujeres.

Me siento en una terraza soleada mientras observo a una pareja de adolescentes en un banco que no se dirigen la palabra mientras gesticulan o ríen con las pantallas de sus teléfonos móviles.

En la entrada del museo debo pasar el bolso por un detector. El vigilante me da el alto y me obliga a aproximarme con discreción. Porto un aparato que vibra con violencia y desde la cámara podría considerarse una amenaza.

No sufra caballero, es un succionador de clítoris. También llevo un libro que podría resultar incómodo en estos tiempos... Este juguete es la bomba, pero no soy un peligro, no se preocupen… Solo una mujer que habitualmente se masturba. El vigilante de seguridad me dice que lo apague, visiblemente incómodo.

Sonrío y prosigo mi camino aferrada a mi bolso. Tras deambular por varias salas comienzo a ser consciente que las mujeres a lo largo de la historia tienen que estar desnudas para entrar en este museo. Pocas mujeres pintoras frente a miles de cuerpos femeninos sobre sus lienzos. Me siento unida a todas estas modelos y artistas y después de embriagarme de arte y decepción me encierro en el baño más cercano. Me desvisto de cintura para abajo acariciando mis glúteos. Alcanzo el succionador del fondo de mi bolso y me siento sobre la taza con los ojos cerrados. Comiendo a apretar los distintos botones para cambiar la velocidad y la intensidad de la vibración. La primera vez que lo usé aluciné con la sensación que me provocaba. Jamás había experimentado nada parecido, era como si huracán pasara entre mis piernas. Este aparato es extremadamente eficiente en provocarme el arrebato en pocos segundos. Un ratito cada día me embriaga de alegría.

Que yo haya aprendido a conocer mi cuerpo es una ventaja en todos los sentidos. Ahora ya lo sé: puedo tener orgasmos y estoy dispuesta a volver a sentirlos en mi intensa búsqueda de placer con el roce de otra piel.