UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD SOBRE LA TIERRA 

 

II PREMIO DEL CERTAMEN DE RELATOS "PINTEMOS DE GITANO CATALUNYA" organizado por la FAGIC  (Federación de Asociaciones Gitanas de Catalunya) 

    

Se avecina una auténtica catástrofe. Una desgracia de magnitud hasta ahora desconocida. Sé que ustedes pensarán que exagero, que el hecho que voy a relatarles constituye tan solo una ínfima partícula de este telar inmenso que es el universo…Pero desde aquí imploro su ayuda e implicación con mi tragedia personal. Un suceso que podría llegar a arrastrarles al mismo pozo de desesperación en el que ahora me hallo.

Pongan toda su atención, avisen a las autoridades si tienen alguna pista, difundan mi mensaje entre todos sus contactos…Estoy desesperada porque las consecuencias de un simple descuido podrían llegar a ser devastadoras.

No recuerdo ni cómo ni cuándo. No puedo visualizar la última vez que la sostuve entre mis dedos. Juraría haberla guardado, como suelo hacer cada día, en el cajón de mi escritorio. 

Esta mañana abrí el cajón. Palpé el fondo y volví a cerrarlo incrédula. Mi pluma no estaba. Volqué, violenta, todo su contenido y tan solo oscilaron un par de folios emborronados hasta posarse en el suelo.

Arrodillada, fui consciente entonces de mi patética situación y me cubrí el rostro con las manos. De nada servía llorar, no tenía sentido alguno arrastrarse por la ira que encendía mis mejillas y convertía mis pupilas en dos inmensas bolas de fuego.

No había tiempo que perder. Tenía que recuperarla con urgencia. Ustedes pensarán que he perdido la cabeza pero, antes de juzgarme, escuchen atentamente la historia de esta pluma que está ligada con un cordón umbilical de acero a mi propia existencia. 

Y ahora, intenten ponerse en mi lugar por un mísero segundo…

Mujer, gitana (y orgullosa de mis raíces), de familia humilde que tuvo la inmensa fortuna de aprender a escribir y a leer en el colegio. 

Nací en una provincia tediosa. En un lugar en que los segundos martilleaban tus oídos con un tic tac desquiciante. Segundos vacíos y encadenados en los que nada ocurría. Encontré en los libros un refugio idóneo a ese ambiente hostil. En mi casa era imposible concentrarse en el estudio y comencé a visitar con frecuencia la biblioteca de mi barrio. Un espacio teñido de gris con múltiples estanterías escrupulosamente ordenadas por autores y géneros. Una estancia áspera y sumida en la penumbra que no invitaba en absoluto al placer de la lectura. Iluminada con tubos fluorescentes que condenaban al lector a una oscuridad palpitante.

Tras el mostrador, imperturbable, se escondía Genaro. Un excéntrico personaje que caminaba encorvado y vestía coloridas chilabas como un homenaje a Tánger, esa tierra cercana y lejana que lo vio nacer. Era un ferviente lector y los escasos usuarios de esta biblioteca se veían obligados a carraspear para llamar su atención y devolverle al tiempo y espacio correspondiente.

—Disculpe un momento… Enseguida estoy con usted —solía decir mientras devoraba las últimas líneas como un león condenado al ayuno.

Y llegaba a demorarse tanto que muchos se largaban resoplando y no regresaban jamás.

A Genaro no le importaba lo más mínimo. La paciencia, según su parecer, era una valiosa virtud en esta sociedad que derrapaba a mil revoluciones. Si alguien deseaba con firmeza que le fuera prestado uno de esos ejemplares, debía dar muestras de tolerancia y empatía con el mágico encuentro de un libro con su lector. La prisa era el filtro adecuado para desterrar a los visitantes que no eran bienvenidos en este peculiar rincón del saber.

Enseguida sentí curiosidad y reemplacé mis apuntes de química por una libreta de hojas color sepia. A modo de diario, comencé a anotar los movimientos y palabras de este bibliotecario que derrochaba devoción por su denostada profesión. Describí minuciosamente su aspecto, el tono de su voz, el color de su vestimenta…Investigué a fondo sus autores favoritos, sus citas más recurrentes…Compuse en poco tiempo una «Biografía no autorizada de un lector huraño en una biblioteca de provincias».

Mi dedicación a tiempo completo a esta tarea trajo consigo la crónica anunciada de un fracaso estrepitoso en los estudios. No conseguí aprobar una sola asignatura aquel trimestre. Pero mi reacción me colocó en las antípodas de la desolación. La escritura se convirtió en el único lenguaje en el me sentía capaz de liberar a los agitados pájaros que, en mi interior, se revolvían enjaulados portando cada uno de mis sentimientos. 

Una tarde, armada de valor, me aproximé a Genaro. Esperé inalterable a que terminara su lectura. Sin interrupciones, sin toses, sin golpes en el mostrador…

De pronto, abandonó el libro boca abajo y ese grueso tomo extendido sobre la mesa sirvió de puente entre nuestras almas solitarias.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita? —preguntó, dibujando en sus labios una extraña sonrisa de complicidad.

—Disculpe mi interrupción. Llevo un tiempo escribiendo en este cuaderno y me apetece regalárselo —indiqué haciéndole entrega de mi viejo diario.

Sus ojos contuvieron una evidente emoción que desbordaba los poros de su cuerpo enjuto. Cerró el libro de forma contundente y lo puso en el mostrador. Las luces se apagaron para volver a encenderse de inmediato. La lluvia caía incesante sobre la uralita del tejado. Con la mano me dio a entender que era mi regalo.

Una exquisita edición de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. 

—Saboréalo despacio. Toma las notas que precises. Cuando lo termines, habla conmigo. Nada será igual entonces…

Un clásico de la literatura, un referente mundial, una obra maestra… 

¡Qué enorme responsabilidad para esta pésima estudiante!

Me sumergí, con temor, en la apasionante genealogía de los Buendía. Y, en efecto, Genaro estaba en lo cierto: nada volvió a ser igual desde entonces.

«Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra».

El final. Ese momento de incertidumbre en el que, sumida en el silencio, esperaba que brotaran nuevas páginas como las flores de un árbol en primavera.

Lloré entonces de rabia y alegría. Era un punto final. Un simple signo de puntuación que abría una ventana a un territorio hasta ahora inexplorado: el realismo mágico. La vía de escape de su asfixiante contexto. La posibilidad de manejar el tiempo y el espacio a su antojo. El increíble poder de crear personajes y situaciones inverosímiles en una realidad insustancial como la suya.

Un bolígrafo y una libreta serían, a partir de este momento, los alimentos indispensables de mi dieta diaria. Condimentando cada escrito con elementos fantásticos y sin embargo, perfectamente adaptables al mundo real. Sin estridencias, sin adornos. Como un sabor inusual en un plato cotidiano. Que no genera discordancias ni rechazo. Que no se aprecia en una primera impresión pero, a la larga, resulta extrañamente imprescindible en el relato…

En primer lugar, era necesario pelar las palabras con sumo cuidado para eliminar cualquier rastro de futilidad. Después se machacaban los adjetivos en el mortero para escoger los más idóneos y consistentes. Un buen chorro de imaginación, una cucharada de verbos irregulares y se formaba una viscosa materia en forma de relato. Se añadía más tarde una pizca de ironía. Se amasaba con mimo hasta darle consistencia y, una vez lograda, se introducía en el horno creativo hasta que se dorase la corteza.

La apariencia parecía apetitosa pero, al probar el interior, comprobaba con frustración que estaba crudo. Que faltaba sal y, quizá, se había vuelto a pasar añadiendo agua.

Y devoraba en soledad ese relato inmaduro que me provocaría, sin duda, una severa indigestión.

Pero mi obstinación era más sólida que el miedo al fracaso: estaba convencida de que la composición de un mundo fantástico generaría cambios evidentes en el mundo real. En eso consistiría mi labor de escritora. No pretendía distraer o entretener a mis lectores. Deseaba reparar sus errores cometidos, eliminar los párrafos de sus tragedias, impulsar una metamorfosis en el aletargado espíritu de mis conciudadanos.

Volqué todo mi esfuerzo en vaciar mis entrañas sobre el folio en blanco. En relativizar la verdad absoluta y difuminar el horizonte que separa los cuentos de la rutina.

Pero todos los textos que improvisaba eran de una calidad cuestionable. Repletos de oraciones retorcidas, de manidas metáforas y personajes triviales. Era una escritora mediocre. Un boceto de recortes con frases de otros. Que no aspiraba a más gloria que publicar un relato breve en la revista de instituto o escribir cartas airadas al director de un periódico.

Escribir fue el antídoto contra el veneno de mi existencia. Fue susurrarme secretos al oído y, ante la imposibilidad anatómica de llevarlo a cabo, quedarme siempre con la incertidumbre. Fue un juego de estrategia que consistía en combinar palabras desconocidas y generar una relación consistente entre ellas.

Pero mis pensamientos fluían tan deprisa que no podía atraparlos con la tinta y escapaban veloces como una brizna de viento. Y surgían descripciones interminables de objetos cotidianos o personas conocidas. Que no transformaban ni un átomo porque no aportaban nada nuevo…

Probé a usar la bilis o la sangre como tinta con resultados fallidos. El hastío se convirtió entonces en el hilo conductor de mis escritos. Firmé mis obras con la caligrafía del fracaso. Con ese bolígrafo gastado que debía haber usado para completar los múltiples exámenes que dejé en blanco.

Estaba a punto de desistir. De aceptar con humildad mi naufragio como escritora. De quemar mis escritos y volver a la cuarentena de los libros de texto.

—¿En qué estabas pensando?, ¿en qué momento te planteaste que podrías labrarte un futuro en la literatura?

Genaro me rozó el hombro con la mano.

—Es hora de cerrar. Tienes que irte…-indicó mientras apagaba las luces de la biblioteca.

Estaba anocheciendo y lo último que me apetecía era compartir el aire con mi familia numerosa. Escuchar sus reproches en bucle a la hora de la cena…

Deambulé por la calle para hacer tiempo. Y el tiempo entonces dejó de escucharse. Enmudeció el tic tac del segundero y el incómodo silencio dio paso a una sencilla melodía. A un silbido lejano que se aproximaba al compás de unos pasos.

En la otra acera me sentí observada por una silueta que acechaba en la sombra. Silbaba para llamar mi atención pero no estaba de humor para hacer amigos.

Ante mi indiferencia, la silueta se aproximó hasta conformar un cuerpo conocido. Era Genaro, el bibliotecario. Sin mediar palabra, me entregó una caja de madera y se desvaneció por la misma sombra de la que había surgido.

Sentada en un banco, abrí aquella caja y extraje de su interior una pluma estilográfica envuelta en papel de seda. De color negro con ribetes dorados. Con el plumín oxidado: Waterman, 1883. Sin duda, parecía muy valiosa.

No me dio tiempo a darle las gracias.

Había una nota escrita en el papel: 

«Escribe incesante. Concede una segunda oportunidad a los desamparados. Decora esta gris realidad con tu prosa. El devenir del mundo está en tus manos de escritora. Y recuerda, solo puede estar en tus manos. No la prestes jamás, no la extravíes… Las consecuencias pueden ser fatales».

Agarré con delicadeza esa pluma, como si fuera un palo seco que pudiera partirse. Esa noche escribí, del tirón, mi primera novela. Empujada por una creatividad efervescente, arrastrada por la energía de una pluma que sembraba mis escritos de frases ingeniosas y bellas imágenes. Cambiando con un adjetivo un destino trágico, perfilando brotes de esperanza en una montaña de desechos. Perfeccionando las vidas miserables de tu pueblo. Con un enorme sentido del deber y la responsabilidad en cada sílaba.

Pero hoy la pluma no está en el cajón de siempre. Estoy desarmada en esta batalla. 

Necesito recuperarla. Y usted, sí usted, también lo necesita. Usted, sujeto a horarios de trabajo interminables por un sueldo insignificante. A las constantes humillaciones de su encargado. Sometido al bombardeo de las malas noticias y los tristes finales. Usted, también merece una segunda oportunidad sobre la tierra. 

Recupere mi pluma, se lo ruego. No quiero imaginar en que manos se encuentra en este instante.

Concédame la posibilidad de reescribir su historia, de dar sentido a su vida. De poner un punto y final que arranque los aplausos de la humanidad entera…