LA ESCOBA QUE BARRE PESADILLAS

 

Premio del Público en las Jornadas de SOS RACISMO 2014. 

 

Me retuerzo empapado de sudor. Otra de mis pesadillas…

Cuando cuente hasta tres todo habrá terminado. Abriré los ojos y junto al viejo colchón se encontrará mi abuela. Es muy temprano. Ha encendido el fuego y barre la choza frenética. Levantando moléculas de polvo, danzando aferrada a ese palo de madera. Haciendo un ruido molesto pero extrañamente agradable que tenía como intención despertarnos a todos.

«El Sol os reclama. Tenéis ante vosotros un largo día en el que pueden acontecer sucesos inimaginables».

Y nos desperezábamos sabiendo que una vez tocásemos el suelo con un pie, cada pequeño acto estaría cargado de grandes dosis de esfuerzo: salir a pescar, recorrer varios kilómetros en busca de un manantial de agua…

A la aldea no había llegado la tecnología. En nuestras casas de adobe no existía ni la electricidad ni el teléfono. Vivíamos incomunicados sin que realmente nos generara angustia. No había más mundo que el que marcaba la línea del horizonte.

Y por ese horizonte el único que aparecía, muy de vez en cuando, era el cartero a lomos de su bicicleta. Todos le rodeábamos en silencio mientras nos entregaba cartas  con noticias caducadas que generaban más incertidumbre  aún sobre nuestros seres queridos. Caligrafías turbulentas que fabricaban la materia prima de nuestros sueños. Que incluían fotos de mirada amarga y paisajes urbanos.

Imágenes y palabras huecas que a nosotros, acostumbrados a hablar mirando a los ojos, no eran capaces de engañarnos.

Mi hermano desapareció una madrugada. Tan sólo habíamos recibido tres cartas de las que no a llegué a conocer su contenido. Mi abuela las leía con semblante serio y, acto seguido, las arrojaba a las llamas de la hoguera. Por temor a que nos contaminaran con falsas utopías. No hacíamos preguntas para no ponerla triste pero intuíamos que todas las historias macabras sobre lo que ocurría detrás de las montañas eran fruto de su imaginación. Un recurso fácil para disuadirnos de seguir los pasos de mi hermano.

—Nadie ha regresado para contarlo —nos susurraba misteriosa.

Nadie a excepción del cartero que hoy no había hecho acto de presencia.

Aquella mañana intentó disfrazarse de una mañana cualquiera. Pero tampoco pudo embaucarnos. Escuchamos el motor de los camiones y las excavadoras. Hombres grises se estrechaban las manos mientras desplegaban un inmenso plano que indicaría el lugar exacto en el que encontrar el tesoro. Jóvenes ataviados con un mono azul escuchaban atentos sus órdenes.

¡Qué juego tan extraño!

Después todos se dirigían con paso firme hasta la colina. El lugar más alto de la aldea. Un punto cargado de energía en el que dialogábamos con nuestros antepasados, dejábamos pasar la noche contemplando las estrellas o reflexionábamos antes de tomar una decisión importante.

Anoche el cielo estaba especialmente limpio. Anoche me quedé dormido en esa roca y después me arrastré sonámbulo hacia mi casa. Sin saber que sería la última vez que lo haría.

Sin presentir que mañana mi aldea sería ocupada por unos desconocidos y sus enormes máquinas.

Sin poder imaginar que emprendería un largo viaje en busca de mi hermano empeñando las escasas cosas de valor que tenía mi familia. Entendiendo que mi nombre sería borrado de la historia de esta aldea a la que intentaban poner un prematuro punto y final.

Recordando que antes de huir no fui capaz de mirar a mi abuela a los ojos.

Y estaba en lo cierto, detrás de aquellas montañas me esperaban las puertas del infierno.

He cruzado el desierto de rodillas, bebiéndome las lágrimas. He tenido que abandonar cuerpos inertes por el camino.

Pero he llegado…

Trepando por esa valla inmensa coronada por  amenazantes cuchillas que brillan en la oscuridad como los colmillos de una fiera hambrienta.

Es imposible evitar que te atrapen. Y te hacen sangran recordando entonces que sigues vivo.

Me desplomé como un muñeco de trapo.

Uno, Dos, Tres…

Abro los ojos pero no escucho la escoba de mi abuela. Una patrulla de la Guardia Civil me traslada al hospital más cercano.

Curan mis heridas superficiales. Me dan el alta.

Mi próximo destino es un CIE. Soy un número. Aquí nadie mira a los ojos.

–Soy un superviviente —comienzo a gritar. Cierro los ojos. Uno, dos y tres.